jueves, 4 de octubre de 2007

30.9.2007 - Crónica de Las Dehesas

El domingo por la mañana ya estaba casi despierto porque había dormido el sueño del duermevela pensando lo que se me venía encima por la mañana Con todo, cuando el despertador sonó y me recordó que más valiera que me pusiera en marcha, no pude evitar un pensamiento de fatalidad. Y total, ¿dónde iba tan temprano si ni siquiera tenía el dorsal? Un vistazo por la ventana acrecentaba mis temores, pues si en Madrid estaba cubierto, probablemente en la montaña lloviera, hiciera viento y frío.

Ni el sueño ni los malos presentimientos se fueron durante el trayecto. Cuando llegamos a Las Dehesas los presagios de lluvia y de unas condiciones meteorológicas un poco destempladas se cumplieron. Llovía ligeramente y soplaba un poco el viento, pero siendo objetivo. Ni hacía mucho frío, ni el agua molestaba. La actividad en las mesas de la organización y el ambiente previo a la carrera empezaban a animarme. No hubo problemas para conseguir dorsal y los organizadores no se hacían notar, que es la mejor característica de excelencia en la organización.

Allí estaba Ángel con la familia. Un saludo rápido, porque como de costumbre estaba descuidando el calentamiento. Con todo mientras repartíamos saludos y deseos de felicidad la más pequeña de las niñas aún tuvo tiempo de abrazarse a mis piernas. La pobre se habría confundido entre tanto corredor, pero yo me puse contentísimo ante esa demostración de cariño tan inesperada como desinteresada.

Se acercaban las 10 en punto y avisaron que iban a dar la salida. Como estaba en el otro lado del punto de partida tuve que atravesar rápidamente la primera línea. Allí estaba los futuros primeros puestos, concentrados y listos para poner a prueba esas piernas cuyo grosor iba más parejo con los troncos de los árboles que se erguían a ambos lados del camino que con la anatomía estándar. La carrera formaba parte del Campeonato de Madrid, o algo parecido, y los federados puntuaban.

Comenzamos a salir de forma ordenada. Supongo que la mayoría era consciente que ya habría tiempo para tirar de piernas cuando llegaran las subidas. En efecto, la calzada romana ofrecía un firme irregular y, por efecto de la suave lluvia que de forma intermitente había humedecido la superficie, resbaladizo. Yo había utilizado, con más buena voluntad que acierto, el término adoquines para definir al empedrado con bloques irregulares del terreno, lo que me valió la rechifla de mi amiguete y compañero de fatigas. Afortunadamente la subida nos calló pronto a todos, lo más que se oía era, si acaso, el jadeo del esfuerzo.

La primera subida fue exigente por la pendiente, pero no difícil. El mismo terreno de bajada habría sido otro cantar. Bueno quizá no para los expertos, pero sí para mí. Pasada esa primera subida se abría un camino que entre bajadas y planos permitía incluso correr con comodidad. La bajada al valle fue una agradable sorpresa. Un miembro de la organización indicaba entre ánimos y adelantes donde había que desviarse. Una sabia decisión, porque no era evidente. En una ladera pronunciada se abría un pequeño sendero que de otra manera hubiera pasado inadvertido. A pesar de la pendiente el sendero no podía ser más fácil, incluso para los novatos. El terreno era arcilloso, ideal para bajar: blando para las articulaciones, sin peligro de deslizamiento y otras sorpresas. Discurría entre un mar de helechos que empezaban a desprenderse del verdor del verano y mostrar otros colores más otoñales. Como el terreno no ofrecía especial dificultad hasta pude disfrutar de eso.

Después de la ladera de helechos había un pequeño prado y después un camino, a ratos más ancho que estrecho y con tramos de diversas pendientes más o menos suaves. En una de estas sendas la primera sorpresa desagradable. Un compañero de camino había sufrido un percance. Le tenían tumbado sobre el suelo con las piernas en alto. Como ya estaba atendido continué mi camino para no molestar. Pero según avanzaba vi como la guardia civil se aprestaba para atenderle. La presencia cercana de un control de carrera permitió a otros participantes avisar y la pronta llegada del médico. Según las noticias de los foros parece que todo quedó en un susto.

Con un poco de aprensión y redoblada precaución continué. En esa parte el camino recordaba parte del trayecto del cross del telégrafo. Si bien los riachuelos que atravesaban el camino no estaban ni por asomo tan crecidos como aquel día y era posible salvarlos con dignidad, es decir, con los pies secos.

Mientras avanzaba por un camino ancho, en un llano sin mucha fronde, sentí inesperadamente en ambas piernas una intensa picazón dolorosa y localizada en focos discretos. Intuitivamente y todo a una pegué un salto que casi acaba en contractura, di un intenso alarido y me llevé las manos para deshacerme de la causa, mucho antes de imaginar de qué podría tratarse. El uso de guantes fue providencial y apunto una razón más para llevarlos para correr, y van cinco. Dolorido corrí aún más fuerte para alejarme de lo que temía fueran avispas enfurecidas. Alcancé a la chica que iba por delante y le pregunté si ella también había sido atacada. “No”, me contestó, “pero tengo arañazos por todas partes”. No sé si esto lo decía por solidaridad, por disculparse de no haberse inmutado ante el grito, que igualmente podrían haberme estado degollando, o porque quería arrancar mi piedad. Al chico de delante también le habían picado. El pobre estaba aplicándose un poco de barro para aliviar el dolor. Otros participantes en foros de atletas confirmaron que se trataba de avispas y que atacaron a bastantes corredores. Aunque por lo visto algo aleatoriamente, porque mientras pasaban casi simultáneamente por la “zona en conflicto” algunos corredores recibieron picotazos y otros no, como los pimientos de Padrón. Considerando que las avispas, al contrario que otros insectos parecidos, se guían sobre todo por el olor para localizar su alimento, yo debo oler a jamón ibérico para ellas. Me pusieron perdido. Aguijoneado por semejante acicate traté de acelerar para ver si disminuía la picazón. En vano.

En el siguiente avituallamiento me encontré con mi amiguete que, muy solidario me estaba esperando. La siguiente cuesta no era tan pronunciada como la calzada, pero sí se hacía larga y pesada. Un pie tras el otro y sin desmayo. Ya no tenía tantas ganas de disfrutar del paisaje que estaba precioso, entre jirones de niebla. En la ascensión me topo con una camiseta de Start2Run, esas que generosamente reparte el organizador. “!Hombre! ¡Un coleguita estarturranero!”, pensé. Cuando dejo de mirar al suelo reconozco a Ángel, que sí, también había sido objeto de la ira de los insectos, aunque menos. Probablemente se había quedado en jamón serrano para las avispas o corría más rápido que yo. Me confesó que a él también se le hacía larga la cuesta.

Vi el cielo abierto cuando alguien de la organización nos animó a seguir. Es un decir, porque éste fue el momento en que había más niebla, más humedad y más frío. Calculo que unos 5 grados y con el único momento de viento. Sólo quedaban unos 300 metros y llegamos al asfalto, a la altura del Telégrafo. Después sólo era aproximadamente un kilómetro hasta el albergue de Peñalara. Yo ya no podía hacer mucho más. A pesar de que era terreno firme, uniforme y bajada, sólo podía avanzar despacito. Me adelantaron dos chicos que se notaba que iban todavía sobrados. No fueron los únicos. Al final un veterano me adelantó poco antes de doblar la curva para el albergue. Éste no iba para nada tan suelto, de hecho temí que tuviera que recoger los cachos después de que sufriera un colapso. No sé si competía contra sí mismo y quería mejorar su tiempo, o que le causaba un placer inmenso ganar un puesto en el último cuarto de la clasificación. Hay gente para todo.

Los picotazos de las avispas (por cierto, al contrario que las abejas las muy guarras no pierden parte del abdomen con la picadura y pueden reincidir) no eran la única lesión. Más aparatosa que real era una rozadura en el tendón de Aquiles que había empapado la zapatilla. Pero no fue la carrera la gran culpable, sino que había estado nadando con aletas el viernes. Con tanto movimiento el borde de la zapatilla había reabierto la herida y me daba un aspecto de sufrido corredor de montaña.

No me quedé mucho tiempo ahí. Unos conocidos nos acercaron en coche hasta donde teníamos el nuestro. El chaval que conducía, y de los que quedan en el primer tercio de la clasificación, se quejaba de que había demasiadas oportunidades para correr en este trayecto, que él no era “corredor” y que no le venía bien porque iba “sólo a 4 minutos” cuando había gente que le pasó a 3 minutos. A mí no me quedó más remedio que meditar sobre mi propia naturaleza, pues sí el superchaval no era “corredor” con 4 min/km, entonces qué sería yo.

Picotazos y rozaduras aparte es quizá la carrera de montaña más bonita que he participado, bueno no han sido muchas. Con más subida que bajada, nada técnica y tramos para disfrutar corriendo en un entorno precioso, es para volver. Y también para la gente que quiere probar pero que le da respeto la montaña. A veces, merece la pena vencer la pereza y los vaticinios “funestos” de los despertares.

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