lunes, 9 de julio de 2007

Helsinki, a 9 de julio de 2007

9.7.2007

El sábado estuve en la boda de Katja y Jarkko. Se celebraba en una pequeña iglesia, bueno a mí todas las iglesias de Finlandia incluidas las catedrales de Helsinki y Turku me parecen pequeñas, cerca de donde viven y de donde es originario el novio. Veikkola es, a pesar de su cercanía con Helsinki, ya el campo más “bubonico y pastoril”. Y tras estos días de lluvia, que continúan todavía y el cielo encapotado de negro, pero con algunos rayos de sol atravesando las nubes, el paisaje era glorioso. Las granjas y casas de madera pintadas de rojo-ladrillo diseminadas en los campos de colza de flores amarillas entre el esplendor de la hierba. Los lagos de aguas plateadas a esa hora de la tarde y los eternos bosquetes de abedules (Betula pendula) y pinos (Pinus sylvestris). Lástima que las fotos desde el coche salieran movidas.

Me convertí en gentil caballero acompañante de dos bellas señoritas que consintieron llevarme de carga. Naturalmente llegamos tarde. En fin, en un momento de descuido perdimos la pista a la indicación del último desvío y tardamos en encontrar un sitio donde dar la vuelta. Llegamos como cinco minutitos tarde, pero la boda ya había empezado. En punto. Desde luego, ¡cómo son los finlandeses! Claro que si yo sigo confirmando sus prejuicios sobre los españoles, no tengo que quejarme luego de que me pregunte por la siesta. Con todo yo todavía albergaba la esperanza de que alguien más llegara tarde y que validara nuestra llegada. No fue así. Por lo visto, todos fueron excepcionalmente puntuales.

Como cura había una mujer. No sé si llamarlas sacerdotisas porque eso suena un poco pagano, pero claro como en castellano cura ya acaba en –a, no puedo tirar de las reglas de derivación normal y convertir la palabra en femenino, como hacer de ‘juez’, ‘jueza’, que ya no causa ningún estupor. La iglesia protestante y especialmente las de los países nórdicos ha sabido evolucionar más rápidamente que en otros casos. Con todo, no dejó de resultar chocante para alguien acostumbrado a los usos del rito católico.

La ceremonia fue sobria y se respetó básicamente el resto de las costumbres para contentar a los tradicionalistas pero al mismo tiempo se introdujeron algunas pequeñas variaciones que dieron “lustre y esplendor” a lo que en ocasiones roza la frontera del buen gusto. Por ejemplo, sustituyeron la ducha de arroz por hojas tiernas de abedul más nacionalista, más ecológico y, sobre todo, más blando para los pobres novios que a veces tienen que soportar una auténtica lluvia de proyectiles. Tenían preparado un pequeño carricoche tirado por caballo para el desplazamiento hasta el lugar de celebración, pero como justo en ese momento cayeron chuzos de punta tuvieron que optar por el plan B. Una pena.

La fiesta fue... finlandesa. La comida excelente y abundante. El pastel de bodas estaba rico de verdad. Pero tengo que reconocer, con todo lo que aprecio a los finlandeses, que qué sosos son los pobres. Después de hacer el esfuerzo de hablar finés y de resultar indiscutiblemente un elemento exótico y que los otros convidados podrían haber encontrado cientos de tema de conversación conmigo. Al final sólo acabé hablando con la gente que ya conocía. Sobre la falta de habilidad social de los finlandeses han corrido ya ríos de tinta. Yo no creo que vaya a añadir nada nuevo, pero si quiero romper una lanza en su favor. No es tanto que carezcan del siempre resultón arte de la conversación intranscendental, es que son muy respetuosos con la intimidad de los demás y no quieren molestar. En fin, un poco de naturalidad para vencer esa timidez habría convertido la cena (a las 16:00 horas) en un agradable acontecimiento social.

Nosotros, mis graciosas acompañantes y yo, nos fuimos relativamente pronto, cuando el bar se abría, porque la conductora trabajaba al día siguiente. Imagino que a partir de ese momento el hielo, qué si utilizan para refrescar hasta la sidra, se rompía y la gente no sólo empezaba a comunicarse y a bailar, sino que al final, las mesas se convertirían en improvisadas pistas de baile y el intercambio de conversación no sólo se haría más vivaz, sino que lloverían los abrazos y las efusivas declaraciones de amor y amistad eternas.

La vuelta en coche nos sorprendió con retazos de bruma que reposaban sobre campos y carretera.

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