M. es uno de aquellos conocidos de mi segunda hornada erasmus de hace muchos, muchos años. Es el único danés con el que todavía guardo algún contacto y naturalmente tenía que hacerle saber que estaba en su país. Como si fuera poco, descubro que además se ha trasladado de Århus para vivir en Copenhague.
Me costó un poco quedar con él, pero por fin nos encontramos en una taberna de Konges nytorv Hviids. Uno de esos sitios con solera y con el amable servicio que por lo que he visto caracteriza bares, cafeterías y restaurantes de Copenhague. El sitio es más que recomendable un día laborable por el tono comedido de las conversaciones, el ambiente aseado de su zona de no fumadores y, sobre todo, por esa atmósfera de lo antiguo, pero bien conservado.
Estuvimos hablando durante una hora y media, casi dos, en parte debido a la pulcritud con la que M. construye las frases en su pausado hablar. No mencionamos nada concreto pero lo dijimos todo. Cada uno estuvimos hablando de nuestras aflicciones rodeando cuidadosamente los detalles y evitando con precisión nombres propios y otras definiciones. Y sin embargo, de alguna manera, nos confesamos. Al menos la conversación bajo la luz amortiguada (¿o debería decir mortecina?) tuvo el efecto catártico que se produce cuando abres el alma. Quizás la próxima vez dejemos al lado el tono comedido y nos atrevamos a definir nuestros dolores.
La conclusión fundamental de nuestra conversación fue, básicamente, que a pesar de los años y de las lecciones, a veces extremadamente dolorosas, que impone la vida, mantenemos la pronación (elijo la palabra por su relación con el atletismo) a cometer los mismos errores, los que marcan y empiedran nuestra vida.
1 comentario:
Pero bueno, ¿por qué tienen que ser inmutables las lecciones de la vida? Una vez acabadas, entran de nuevo en el bombo de lo que puede pasar en el futuro... y lo que puede que no. Puro cálculo de probabilidades. ¿Y alguien deja de jugar a la lotería porque una vez no le tocó?
Pronación... qué tío.
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