Llevo bastante tiempo rumiando en la cabeza un artículo sobre Ingrid Bethancourt que leí a principios de año, cuando todavía estaba cautiva en la jungla. Lo que leí me encantó por su humanidad. En aquella época terrible su madre, que procuró comunicar la tragedia de los rehenes a todo el mundo, contaba cómo le ayudo releer la tesis doctoral de su hija. La conclusión final de su investigación era que la solución a los problemas de Colombia, y por extensión los del mundo, pasaba por un compromiso individual de abandonar la violencia e intentar ayudar a los demás en lugar de imponer a tiros los argumentos. Por muy loables y bien intencionados que estos sean, acaban perdiendo su valor con la violencia injustificada. Dicho de otra manera que la solución pasa por amar. El amor sería entonces la respuesta. Más tarde Ingrid Bethancourt, ya liberada, ha repetido el mismo argumento con vehemencia, que yo recuerde, por lo menos durante la entrega de los premios Príncipe de Asturias.
Naturalmente no pude evitar un respingo por lo que me pareció una ingenuidad. Y sin embargo la idea caló en mí. Si me preguntarais ahora mismo diría que el cambio hacia un mundo mejor exige un compromiso personal y una vocación clara de hacer las cosas con buena voluntad. Estoy seguro que algunos de mis antiguos compañeros en mi época más guerrera se echarían las manos a la cabeza con semejante argumento, pero hasta los materialistas más revolucionarios reconocían que es necesario un proceso molecular de toma de conciencia para un cambio radical en la sociedad. Bueno, no sé si estoy desvariando. No me considero ingenuo, porque aunque creo que esa vocación hacia el amor es imprescindible, no veo que ese cambio se vaya a producir. No soy en ese sentido optimista.
Y mientras ese artículo se descomponía en el estercolero para dar lugar a otros pensamientos, me llegó un respaldo, una palmadita en el hombro, de una fuente tan inesperada como apreciada. Uno de los compañeros de correrías (literalmente) por el Retiro y aguaverdiano, saltó inesperadamente, mientras aprovechábamos uno de esos condumios tras el entrenamiento en época navideña, con una frase lapidaria. Me deseaba lo mejor en mi nueva vida en Copenhague y me recordaba que lo más importante en la vida es el amor. Es bien cierto que la época navideña, la perspectiva de la despedida y las cuatro cañas que nos habíamos tomado abonan el campo para ese tipo de manifestaciones. Y sin embargo, no me quedo más remedio que darle la razón y volver a dársela en el intercambio de opiniones del foro de atletasmadrid. Yo creo que ambos entendíamos esa expresión, no como esa acepción engañosa de algunas películas de moda, sino como lo que he tratado de definir en los dos párrafos anteriores, la vocación de hacer las cosas con las mejores intenciones, y en la esperanza de que no empiedren el sendero hacia lo malo. Muchas gracias, Miguelón.
Un abrazo, 3j
1 comentario:
Bueno, hombre, ingenuo o no, no es mala filosofía. Si de buenas intenciones se trata, supongo que gran parte de la especie podría suscribirla (otros, parece que ya nacen siendo djävlar de tomo y lomo).
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