No me atrevo a decir que aprovecho todas las oportunidades que se me ofrecen de coger la bici, mi posesión más preciada y que más próxima reside en mi corazón. Estaría mintiendo, pero éste fin de semana, a pesar de la paliza pegando brincos del entrenamiento de por la mañana, acepté la imprudente oferta de Ivo de acompañarme. Imprudente porque soy un paquete sobre las dos ruedas. La postura sobre el sillín y el agarrotamiento de los brazos sobre el manillar no sólo denota inexperiencia, sino que asegura un buen dolor de trapecios al acabar el viaje. Mi forma de tomar las curvas hace rechinar los dientes a los expectadores más experimentados y, sobre todo, mi exacerbado instinto de supervivencia, que es un eufemismo para evitar decir pánico cerval a los desniveles.
3i se empeñaba en que me acostumbrara a adoptar una postura correcta y me animara a hacer unos toboganes, subibajas, sin demasiada dificultad técnica, pero a mí aquello me parecían los Alpes dolomíticos. Era curioso, le veía a él subir y bajar relajado y con elegancia y cuando me disponía yo al segundo intento, – el primero había frenado en seco y habían tenido que insistirme – aquella suave loma crecía hasta convertirse en un pico descomunal sólo comparable a las grandes cordilleras del Himalaya, o en su defecto, los Andes. Me gusta, pero creo que me va a costar. Yo sólo espero que aprenda algo antes de agotar la paciencia de mi gurú y maestro.
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