En una residencia de estudiantes es fácil saber el género de los anteriores ocupantes. Hablo de si soy chicos o chicas, y no tanto de su actividad amatoria, aunque esto también se hace explícito a juzgar por los aullidos que en ocasiones se escuchan. Basta con pasarse por el armario de la cocina y ver los restos. Los niños siempre abandonan jarras y vasos de cerveza procedentes con toda probabilidad del bar cercano de aquella noche de juerga. Las chicas van por otros derroteros. Las mías de este año han dejado el armario repleto de diversos tipos de harina, moldes para magdalenas, pepitas de chocolate y otras decoraciones para postres, también tazas grandes para el té y una tetera muy hogareña. Ni lo de los chicos es gamberrismo, ni lo de las chicas ñoñería. A mí me suena a diversas estrategias para enfrentarse al largísimo invierno nórdico, que en Helsinki es especialmente oscuro y duro. Que hay que fundir el chocolate en el horno e inyectárselo por vena directamente, pues se hace, que más duro es vivir en la oscuridad eterna de estas latitudes.
El propietario de la habitación del año pasado era un chaval italiano. Éste, además de los bidones de cerveza, se dejó una cafetera italiana en miniatura. En casa tengo una igual, pero más grande. Supongo que la mamma la pondría en la maleta y la arrastraría consigo desde Italia, porque todo el mundo sabe que el café de estos países es aguachirle. Lo importante es lo importante.
Compruebo que cada año los despojos que los estudiantes van dejando a sus sucesores, lo que algunos llaman herencias Erasmus, son más numerosos e incluso valiosos. Si el año pasado fue la cafetera, este año me he encontrado un tostador de pan, que se ha convertido en uno de mis objetos más preciados, una televisión, aunque como aquí ha llegado el apagón analógico tampoco sirve de mucho. Y luego la alemana ha dejado, sino toda su ropa, sí buena parte de ella.
En el montón de ropa no he escarbado, pero el armario común ofrecía algunas perlas, que me hacían sentir como espectador de un “reality”, pero desde una perspectiva arqueológica. Los restos acumulados en diversos estratos y la propia experiencia permiten reconstruir las vivencias. Que uno se equivoque tampoco tiene tanta importancia, lo realmente importante es comprobar que de una u otra forma aquí se ha vivido, y que después de todo, esta entrada en la intimidad pasada de otra gente, te permite constatar, una vez más, que en todas partes cuecen habas y que somos básicamente iguales.
Además de la cocina creativa, a mis anteriores ocupantes les preocupaba el peso. Había más de un libro, en alemán, con consejos para reducir el gasto calórico. Una báscula de baño confirma esta teoría. Claro que el francés del año pasado también la tenía, y era obvia la razón, sin embargo eso no le impedía regalarse con brie y dopar el pan con una generosa porción de mantequilla para tomársela con chocolate de barra. (Sí, sí, como suena).
La perla, sin embargo, la constituye una carta que dirige la francesa a la alemana, que contesta una anterior de la que no ha quedado constancia escrita. Por lo visto, una de ellas, se había traído amigos a casa “un tal Karsten” que había cometido la imprudencia de no haberse quitado los zapatos al entrar a casa, cuando la alemana había estado limpiando como una loca unos días antes. La carta no tiene desperdicio, porque la autora se defiende de las acusaciones de la “limpiadora” de haber encontrado a ese chico “en cualquier sitio” para luego traérselo a casa, y empieza y acaba diciendo a la otra, que si tiene un problema que se lo diga a la cara.
A partir de entonces deciden comenzar una rotación de turnos de limpieza para evitar malentendidos. Y cada una de las ocupantes deja constancia de lo que han hecho. Quizás eso no solucione del todo los problemas, pero sí buena parte de ellos de una forma probablemente razonable. Y no me gusta entrar en las diversas teorías que rondan la llamada “guerra de géneros”, pero no puedo evitar pensar que aquí, una vez más, las chicas demuestran ser más listas y más limpias que los chicos. Ellas dialogan, los chicos no siempre. Bueno, ya sé que esto es una generalización excesiva y que hay de todo, pero mi experiencia apunta a que es así. Claro que si te toca un vecino guarro, da lo mismo el género o la nacionalidad, estás perdido.
Y sin embargo..., los prejuicios simplistas acerca de nacionalidades y género suelen acertar con las nacionalidades y los sexos.
La italiana de la que he heredado la habitación fue un testigo mudo de esa batalla. Hay constancia de su participación en su turno de limpieza, pero no pareció entrar en el intercambio de acusaciones de las otras. Muy sabio por su parte. A mí me ha caído muy bien la italiana. No sólo me ha dejado su cuarto impecable, sino que dejó en unas bolsas ropa de cama y toallas lavadas con una nota invitando al siguiente ocupante a utilizarlas. Ahí queda toda la parafernalia para los siguientes estudiantes Erasmus que vengan.
Por cierto, habría podido empezar esto diciendo: “una italiana, una alemana y una francesa”...
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